Fundamentos de la Ley 13029
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El próximo 23 de diciembre, cuarenta minutos antes de Nochebuena, se cumplen 50 años de la muerte de Enrique Santos Discépolo, y vale recordar que el 27 de marzo de este año habría cumplido un siglo de vida.
La obra de Discépolo, como autor, músico, compositor, dramaturgo, actor, director y realizador cinematográfico parece imposible de ser insertada en sus 50 años de vida, tal fue la vastedad, variedad, originalidad, audacia, calidad e indeclinable vigencia de casi todo lo que creó en cada uno de los géneros que abordó con igual ímpetu y tenacidad, una virtud seguramente adquirida en la cuesta arriba de su infancia.
Discepolín fue el menor de los cinco hijos de Santos Discépolo y Luisa Delucchi, nació en el remoto 1901 en la populosa barriada del Once y a los 11 años ya era huérfano de padre y madre, por lo cual asumió su cuidado su hermano de 14 años mayor, Armando Discépolo, uno de los más fecundos autores del teatro argentino, que se convirtió en padre y madre, mentor y maestro, preceptor y guía. Fue Armando quien le contagió la vocación por el teatro, lo vinculó a amigos músicos, pintores, escultores y escritores y saineteros.
En otro plano, fue también su hermano quien le reveló la otra dimensión de Buenos Aires, al introducirlo en las tertulias de los clásicos cafés del Once, sedes de memorables peñas de intelectuales y exóticos personales. Pronto, a sus 15 años, Discepolín abandonó la escuela normal y se zambulló en la vida teatral, debutando como actor a los 16 años de edad, bajo el seudónimo “E. Santo”, y paralelamente produjo sus dos primeras piezas teatrales, Los Duendes y Páselo, Cabo.
Un par de año después tuvo su primer papel de importancia en la célebre obra Mateo, de su hermano Armando, y a medias con él escribió en 1925 la pieza El Organito, en la que entre otros grandes actores, estaba Olinda Bozán, quien estrenó en esa pieza el primer tango de Discepolín, Bizcochito, grabado por el cantor Juan Carlos Marambio Catán.
Un año más tarde, en 1926, escribe Que Vachaché, estrenado extrañamente con poco éxito en Montevideo (hubo hasta silbidos desaprobatorios), suerte que cambió cuando lo cantó por primera vez en Buenos Aires Tita Merello y lo grabó Carlos Gardel. Y ya no pararía Discépolo de grabar tangos que todo el mundo cantaba, no sólo los chansonnier y estribillistas del tango: Esta noche me emborracho (1927), su primer gran éxito; Chorra (1928); Soy un arlequín (1929); Malevaje, Justo el 31 y Yira…yira, todos en 1930.
Ya exitoso autor y compositor, llevó el tango definitivamente al escenario teatral dando a conocer Qué Sapa Señor y Secreto, éste último en lo que sería junto con su muy posterior Blum su máximo suceso teatral, Caramelos Surtidos (1932).
En 1934 se produjo un suceso que daría definitivamente otro rumbo a su vida. En una actuación en Santiago de Chile, Discépolo conoció a la cantante española –la toledana Tania (el revés de su verdadero nombre Anita)-, su compañera de vida en los siguientes casi 20 años, quien estrenó en la capital chilena su tango Carrillón de la Merced. Juntos viajaron en 1935 por España, Portugal, Francia y África del Norte, alternando actuaciones de uno y otro, disertaciones de Discepolín y exclusivos tramos turísticos. Ese año fue trascendente por otro motivo: a su regreso, Discépolo formó una orquesta que él mismo dirigió en sus actuaciones en la vieja Radio Municipal, grabando además como solista de piano, hechos menores comparados con el de haber compuesto ese año el tango Cambalache, cuyo éxito en los 66 años trancurridos desde entonces y su vigencia actual sobra comentar. De su posterior y última etapa de creación de tangos, se destacan Condena (1937), Desencanto (letra con Luis César Amadori, lo mismo que Confesión ); Tormenta (1939); Martirio (1940); Infamia (1941); Canción desesperada (1944); y ya había comenzado a producir sus tres tangos con música de Mariano Mores: Uno (1943); Sin palabras (1946), y Cafetín de Buenos Aires (1948), surgidos entre una y otra gira por toda Centroamérica, con repetidas y exitosas actuaciones en México y Cuba.
Considerado un filósofo por brillantes intelectuales, (“el tango tiene ya su salvador y su filósofo…”, escribió en 1928 Dante Linyera), Discépolo eludió los homenajes y permaneció ajeno a la influencia de las dos corrientes poéticas que pujaban por prevalecer, Boedo y Florida, aunque es fácil imaginar con cuál coincidía su piadosa mirada a la sociedad marginada y sufriente y su compromiso popular.
Su pasión por el cine, similar a la que inicialmente tuvo por el teatro, lo llevó a actuar, guionar, dirigir y producir una decena de películas a partir de 1937 y hasta mediados de los años ’40 (El alma del bandoneón, Caprichosa y millonaria, Cándida la mujer del año, en la que dirigió a Niní Marshall), entre ellas, con una muy recordada producción suya titulada El hincha, considerada casi un hito del cine nacional, en la que realizó un memorable trabajo actoral.
El periodista y estudioso del tango Jorge Gottling escribió no hace mucho que “se dice que hay una Argentina anterior a 1945 y otra posterior a esa fecha” en clara alusión al advenimiento del peronismo, agregando que “Discépolo adheriría de manera absoluta a un sistema que apuntaba a destruir la pirámide de privilegios que ahogaba a un pueblo. Se nota en sus tangos de los últimos años una luz de esperanza, una reflexión interior distinta, un discurso menos catastrófico…”
Tan impecable síntesis absuelve de pormenorizar lo que fue su identificación con el peronismo y su vinculación personal con Perón y su esposa (se llegó a mencionarlo como el tanguero amigo de Evita), aunque es inexcusable subrayar que su definición política lo llevaría a atravesar cambiantes circunstancias, sobre todo desde que encarnó su propio personaje Mordisquito, que le hablaba a un imaginario opositor al gobierno en el ciclo radial Pienso y digo lo que pienso. (“Vos siempre viviste sin la angustia del peso que faltaba. Y nunca llegaba hasta tu mundo el rumor doloroso de las muchedumbres explotadas. ¿Entendés, Mordisquito? No, a mí no me las vas a contar que no entendiste, a mí no me la vas a contar” decía en uno de los primeros supuestos y mordaces diálogos).
Esa etapa de su vida –seguramente válida para el análisis psicosocial del papel en la sociedad y las cosas que ésta aprueba y desaprueba en un artista, juicios extremos y concesiones equívocas que nunca se concilian- terminó siendo un verdadero drama que oscureció la vida de Discepolín, al grado de quienes eran sus más cercanos amigos, como Aníbal Troilo y Osvaldo Miranda (En cuyos brazos falleció); llegaron a aceptar la teoría de que en realidad no lo mató ninguna enfermedad, sino que se dejó morir porque no soportaba la terrible condena a la que lo sometieron sus detractores, uno de los cuales llegó a comprar todas las entradas de un teatro en el que actuaba Discépolo, consiguiendo así que a la hora de la función no hubiera un solo espectador en la sala.
Esa sombra que se cernió sobre su vida primero y sobre su nombre y su obra después de su muerte, se hizo más densa a partir del derrocamiento de Perón en 1955 y duró casi una década. El cambio comenzó a operarse cuado Enrique Pichón Rivière y otros ensayistas dedicaron a Discépolo una edición completa de la revista Extra, bajo un sugerente título: “Discepolín, un aniversario para la angustia”. Era 1965 y se notaba un nítido vuelco de algunos intelectuales hacia el tango. Fue justo cuando el género languidecía como música bailable y masiva y, por oposición, crecía su peso como fenómeno cultural y literario, con Discépolo compartiendo el protagonismo con Homero Manzi, Cátulo Castillo, Enrique Cadícamo y Francisco García Jiménez, entre otros letristas que jerarquizaron la letrística del tango.
Con la audacia de su talento innovador, Enrique Santos Discépolo desbordó las cauces de las corrientes dominantes a la hora de su aparición como múltiple artista y creador de inagotable imaginación.
Le puso al tango profanidad de pensamiento y hondura en la reflexión, un enriquecedor soplo intelectual que, sin embargo, no alteró en lo más mínimo ni la estructura de la forma cantable ni la natural frescura de la canción popular.
Discépolo abordó y describió con auténtica maestría los prototipos tradicionales –el matón, la milonguita, el amante frustrado, pintado desde inesperados ángulos de la intimidad afectiva- mostrándolos en actitudes opuestas a la consabidas. Reinventó el amurado, se divirtió con el varón emancipado (en su tango Victoria), liberó sus arranques místicos en otros dos temas, Martirio y Tormenta, pintó magistralmente la soledad y la alienación del mundo moderno, y marcó la cumbre del escepticismo con Cambalache. Quienes se asombran de la internacionalidad de este tango, que entre cientos de otras grabaciones, no hace mucho tiempo fue llevado al disco por Joan Manuel Serrat y Caetano Veloso, tendrán nuevos motivos para renovar su sorpresa leyendo el libro Les Assasins de la mémoire (Los Asesinos de la memoria) en el que el ensayista francés Pierre Vidal-Naquel desarrolla una documentada denuncia contra el revisionismo neofascista que se extiende hoy por toda Europa, enmascarando en realidad una reivindicación del nazismo.
Con una rotunda prueba de que la descripción del “siglo veinte problemático y febril” y “la maldá insolente” referían al mundo entero y no sólo a la Argentina, el escritor francés cierra su libro con la transcripción completa –traducida- de la letra de Cambalache.
Quién podría dudar del inconmensurable talento y visión anticipatorio de este Quijote de las calles porteñas, que hace siete décadas hermanaba los personajes de Roberto Arlt con los protagonistas de sus tangos; que hizo la réplica tanguística del porteño que Raúl Scalabrini Ortiz pintó en el Hombre que está solo y espera; que retrató las criaturas de la ciudad moderna políticamente degradada y agresiva, consecuencia de los desmanes morales y la elitista discriminación de los sectores populares, que caracterizaba a quienes mandaban en el país de la década infame años ’30; que combinó en sus temas su mirada de actor innato, sus supuestos filosóficos, su compromiso popular que se expresó también en su militancia gremial, materializada como vicepresidente de SADAIC, en los períodos en que el gremio de los autores y compositores fue presidida por Francisco Canaro.
A un artista no se le puede pedir más de lo que Discépolo dio en materia de creación. En sus aproximadamente cuarenta temas de tango, con metáfora plagadas de humor y de rabia, pero no exentas de una piadosa indulgencia, resumió el idioma de los argentinos. Refiriéndose al lunfardo dijo alguna vez: “Lo que muchos llaman lunfardo es brillo de la imagen popular, es una nueva forma de metáfora, es el lenguaje propio de la canción”.
No es exagerado decir que Discépolo le puso letra a una forma de ser, la del argentino medio, por eso sus temas de tango se adhirieron definitivamente a la memoria de la sociedad argentina atravesando el tiempo y las generaciones…
Su obra fue concebida con gran rigor estético y profundidad en la mirada social, reflejó como un nítido espejo la realidad social de su tiempo, el arte actuando como instrumento exploratorio del alma y como vehículo de comprensión de la complejidad del habitante de sociedades que necesitan, más que cualquier otra cosa, humanizarse.
Como agradecimiento a Enrique Santos Discépolo por ese monumental aporte, y para homenajear a un argentino excepcional, es que solicito a los señores diputados la aprobación del presente proyecto de ley.
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