Fundamentos de la Ley 12690

 

 

            Un añejo proverbio expresa con especial sabiduría que los pueblos que olvidan su pasado terminan confundiendo su futuro. Ello es una advertencia para no olvidar a nuestros muertos ilustres, aquellos que supieron ser verdaderos arquetipos de nuestra nacionalidad.

            Los bonaerenses estamos especialmente comprometidos a perpetuar en la memoria colectiva nuestra gratitud y nuestro reconocimiento respecto de aquellas personas que con su vida ejemplar, y desde distintos ámbitos nos legaron aportes imperecederos que siguen iluminando nuestro porvenir.

            Es el caso de Ricardo Balbín que, desde la provincia de Buenos Aires sirvió a la causa de la República. Su prédica cívica fue la unión nacional, en paz y en democracia. Los tiempos de la historia que le tocó transitar fueron, tal vez, los más duros, los más difíciles. No se amilanó por ello. No pudo obtener la presidencia de la República porque no estuvo dispuesto a arrear sus banderas, ni a ceder en sus convicciones. Ni siquiera tuvo la oportunidad, al momento de su muerte, de ver logrado su anhelo -que era casi una obsesión- de ver recuperada la democracia.

            Para lograr la unión nacional no supo de renunciamientos claudicantes. Luchó apasionadamente, usó la firmeza, la dureza -incluso- cuando correspondía, el diálogo siempre. Supo diluir antinomias, armonizar discrepancias y buscar afanosamente las coincidencias.

            Para luchar por la paz, renunció siempre a toda forma de violencia. En tiempos de efervescencia de la República, cuando sus instituciones fueron mancilladas, no quebró sus ideales; fue más que nunca un adalid de la paz. Cuando el oprobio de la fuerza sacudía con dureza irracional la vida de los argentinos, supo decirnos a los jóvenes que lo seguíamos que debíamos ser cautos, que no debíamos guiarnos solamente por el ímpetu juvenil. Nos advertía que la República -que estaba absolutamente convencido que iba a emerger de sus ruinas- nos necesitaba.

            Para él el pluralismo tuvo la fuerza de una religión; no se trataba del respeto formal propio de un demócrata. Era la manifestación y encarnación viviente acerca del valor que la diversidad tiene en la vida democrática y lo practicó en todas las circunstancias. Allí están los testimonios de la historia que supo legarnos: la Asamblea de la Civilidad, la Hora del Pueblo y la Multipartidaria, entre otros.

            Allá por los comienzos del año 1976, cuando el gobierno constitucional trastabillaba, relegó sus discrepancias con el poder, que eran severas, y no tuvo reparos en utilizar la cadena nacional de radio y televisión para expresarle con voz firme al pueblo de la Nación que "la bandera de la unión de los argentinos, la vida en paz y sobre todo la defensa de las instituciones, no será jamás abandonada por la Unión Cívica Radical."

            Nadie tenía más autoridad que Ricardo Balbín, que había sido duro en los primeros tiempos del peronismo y que había sufrido persecución, para buscar la reconciliación entre el pueblo de Yrigoyen y el pueblo de Perón. La Nación no podía girar en derredor de un enfrentamiento mezquino y estéril que beneficiaba a los sectores más reaccionarios y parasitarios de la vida argentina, aquellos que solo parecen ser capaces de alzar su voz para defender sus propios intereses.

            Prefirió seguir las opiniones de Moisés Lebenshon y de Crisólogo Larralde que habían explicado que no debíamos caer en el antiperonismo y fue a hablar con Perón. Sabía que su gesto no iba a gustar a todos, no le interesaba el rédito personal porque solo le preocupaba el porvenir de la República; ese que él quería asegurarle a las futuras generaciones

            No habló con Perón para repartir espacios de poder, lo hizo para generar un clima de convivencia que cerrara para siempre el camino a los golpes de Estado que habían asolado a la República desde 1.930. Lo hizo, también, para que peronistas y radicales juntos evitásemos que el país cayera en manos del extremismo de la ultra derecha y de la ultra izquierda.

            Balbín fue el arquetipo del político. Nada más lejos del político profesional. También en aquella época se hablaba hasta el hartazgo de la eficacia, de una supuesta y fútil modernidad. En esa alucinación fantasiosa se lo pretendía ubicar en la opinión pública entre los rezagos de los trastos viejos y caducos. Sus críticos más despiadados eran los mismos que habían derrocado a Yrigoyen en 1930, a Illía en 1966 y después harían lo propio con el gobierno peronista en 1976. Era hombre prohibido en la radio y la televisión porque sus palabras herían a los arrogantes usurpadores de la República.

            Sin embargo, a la hora de salvar las instituciones hubo que ir a buscarlo a la vieja casona de la calle 49 de esta ciudad de La Plata. Las fantasías se habían terminado y había que rescatar a quienes habían demostrado que tenían autoridad moral para guiar los intereses de la República.

            Cómo no recordar aquella oración cívica que pronunció frente al cuerpo sin vida de Perón: "Este viejo adversario despide a un amigo". En esa misma jornada de luto nacional, del 4 de julio de 1974, también reconoció que Perón había venido al país porque quería al futuro y para morir por el futuro.

            También Balbín murió para el futuro. Pertenece a ese selecto grupo de personajes -como Yrigoyen, como Perón- que supieron trascender del círculo partidario para convertirse en patrimonio de la Nación. Son muertos que jamás podrán ser enterrados, porque serán rescatados siempre por la historia. Este presente que estamos viviendo es también fundamentalmente obra de ellos.

            Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir sus pasos, de escuchar sus consejos, de haber reflexionado con sus retos, no podremos olvidar jamás el inmenso legado que nos ha dejado. Nunca se preocupó por su imagen, ni por su inserción en los medios de comunicación social, ni por los sondeos de opinión. No creía en la política de los fuegos artificiales; su lucha era otra: creía en los valores de la República. Tenía la sencillez y la humildad que caracterizan a las personas verdaderamente importantes.

            La ciudad de la Plata -donde vivía-, está impregnada de aquella figura simple que recorría sus calles diciendo su verdad a quien quisiese oírlo. No tenía nada que ocultar: había constituido una familia ejemplar, vivía en un lugar modesto, era austero, sus palabras -dichas con su característica voz ronca-, tenían casi un acento profético derivado de la profundidad de su visión política y de la dimensión de su extraordinaria personalidad.

            Supo decir Anselmo Marini, con fundada razón, que era aplicable respecto a Balbín aquella jerarquizada descripción que vertiera Ricardo Rojas respecto a Sarmiento: "Fue un hombre de acción, con temperamento de apóstol y vislumbres de profeta".

            Estimamos que este humilde reconocimiento que promovemos a la memoria ilustre de Ricardo Balbín, pueda servir para mostrar ante los jóvenes que no tuvieron la oportunidad de conocerlo este testimonio vivo y perenne de lealtad y austeridad que la República  tanto necesita.

            Por los fundamentos expuestos solicitamos a esta Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires la aprobación del presente proyecto de ley.